Entonces, después de un breve silencio y viéndome a los ojos me dijo "te quiero". Yo sin pensarlo dos veces pregunté "¿para qué?".
Y en ese momento supe que debía alejarme lo más pronto posible, antes de que depositara en mi sus esperanzas, sus afectos y sus carencias de afectos, sus vacíos, sus proyectos, y toda una serie de cosas que no estoy dispuesto a cargar.
Al instante, como si la habitación ardiera, me arrojé al arrollo de la calle. Acababa de llover hacía una media hora. Inhalé el fresco aire y me embelecé en su amor (lo siento, quise escribir aroma) en su amor a tierra mojada. Agitado un poco, no sé si por el susto o por la carrera en descenso por las escaleras, busqué ansiosamente el encendedor entre las bolsas del pantalón y la camiceta. ¿En qué momento me llevé el cigarro a la boca? ¿no lo sé, pero ya estaba ahí en espera de ser consumido... Cerré los ojos un instante, justo antes de encenderlo, y comencé la marcha...
Caminé por ese callejón medio perdido en la majestuosa y a la vez paupérrima ciudad de México. Y no me preocupé ni un minuto por ubicarme o saber dónde me encontraba. Tarde o temprano encontraría el metrobús, o la estación del metro. Avancé a paso lento, viendo como las plantas se embriagaban de la humedad dejada por la lluvia. Cómo, agradecidas por aquella follada de horas y horas, toda la noche y parte de la mañana, desprendían sus más exquisitos olores y abrían sus sensuales pétalos y verdes hojas, rendidas y a la vez excitadas por las caricias a momentos suaves, y a momentos violentas, de las gotas de lluvia, que resbalaban contra ellas, de la misma manera que mi sudor había resbalado por mi pecho y por sus muslos.
¡Vaya! ¡Cuánta ironía y cuanta poesía en el mismo hecho! La tierra sediente de lluvia, se dispone a ser embestida. Las primeras gotas, el juego previo la preparan. Y luego, simple y sencillamente se deja amar, para nutrirse, para vivir, y luego, pasada la tormenta se queda ahí. Tan serena, tan agradecida, bastante dispuesta a transformar el amor en vida. Sin reprocharle a la lluvia nada, sin pedirle nada a cambio. Sin depositar sus anhelos, sus vacíos, y quizá hasta tus vicios (sí, lo sé, aquí debió decir "sus vicios", pero la tierra no los tiene, y tú sí; y claro, sé que yo también).
Y tal y como las plantas ofrecen sus aromas, sus olores, y muchas veces también, sus sabores. Tal y como se abren y nos deleitan con sus feromonas de amor, tal y como las sueltan al viento, tal y como se desprenden de su esencia, con la única intención de hacer de este mundo un lugar mejor, comprendí que quizá esa es también mi misión. Que puedo, en cualquier momento, en cualquier suspiro, en cualquier noche, ser uno y transmutarme en esa danza de amor, con la lluvia, en la poesía y con mis cuentos, en la dicha, en la danza, en la oración.
Y caminé y caminé, orgulloso, feliz, extasiado. Comprendiendo la naturaleza, pero sobre todo, entendiéndome a mí mismo. Y después de unas cuatro cuadras, un olor extraño y que no estaba en sintonía, me despertó del viaje. El aroma de cebo, cebolla y cilantro, penetraron profundamente mis sentidos y mis pensamientos. "Está bien", pensé. Y me detuve a comer unos tacos de cabeza antes de emprender la travesía de regreso a Cuernavaca. Porque siendo francos, no tenía ni puta idea de dónde me encontraba... "Daba igual" -pensé- "ahorita le preguntaré al de los tacos".
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario