O quizá pudo haberse llamado “El despertar de un sueño
antropológico, en tiempos de una doctrina Foucaultiana”.
Antes de comenzar, quisiera pedir una disculpa por la
dilación. He de confesar que tuve un grave conflicto existencial al leer,
detenerme y releer el escrito requerido para la presente unidad, y foro.
La verdad es que ya había tenido mis desencantos antes con Foucault directamente (es decir sin mediador que me lo interprete) y ustedes disculparán mis antipatías personales hacia los autores, pero habrán de comprender que vengo de una formación e historia de vida, la cual no me permiten embutirme de dogmas que no comprendo, o con las cuales no simpatizo. Lo sé, es cosa mía, son mis prejuicios también, pero creo que siempre es bueno cuestionarnos todo, y muy en especial aquellas cosas nuestras que nos llevan a cuestionar.
Y así
sin darme cuenta creo que vengo aterrizando en el problema foco de esta unidad;
“Problemas de la subjetividad en el desarrollo humano”. Enfrentarnos con
monstruos conceptuales, doctrinales y analíiticos como al relatividad, la
individualidad, los “otrismos”, lo subjetivo, lo “objetivo”, la “Verdad”, o
mejor dicho la “pluriversidad” infinitas de verdades; “realidad” y percepción. “Everything
is perception” parece ser la nueva moda (y
por moda me refiero a las modas que, según el autor, se supone a las cuales
alude Foucault) y al parecer, se trata también del nuevo paradigma desde el
cual me encuentro yo, joven adulto residente en el posmodernismo, tratando de
abordar las ideas y los conceptos que a nombre de otro autor categóricamente
más influyente, pretende venderme el autor.
Antes
de continuar, critico el reduccionismo de Castro Orellana, por no indagar más a
fondo entre los textos de Foucault. Y honestamente, y a título personal, me
cuestiono profundamente que la historia de la civilización occidental se
concrete a cuatro momentos, o “epistemes” como él las refiere, para poder
comprender, y desde ahí explicar discursivamente “la historia del conocimiento”
o según él “de las estructuras fundamentales de nuestro saber”.
Y quizá
la culpa sea mía y no del autor, al criticar su reduccionismo. Al momento de
leer, me cuestionaba sobre las grandes eras de las corrientes filosóficas… Y me
preguntaba ¿Y qué hay del clásico, y los sofistas, los platonistas,
aristotelianos, pitagóricos, estoicos, sínicos, etc…? Tiempos en las que
prácticamente cada generación, o cada siglo, se veía marcado por una fuerte
ruptura por los paradigmas de la generación anterior…
¿Qué me podrá decir el autor, sobre tiempos históricos como la agonía del Imperio Romano (o la nuestra) en la que convergen una pluralidad de corrientes de pensamiento, en las que unas y otras pugnan por ganar terreno, por captar adeptos, o mínimo simpatizantes. Épocas en las que autores, filósofos, místicos, científicos, desde el exótico crisol de la pluralidad, engendran, destruyen, reforman, corrompen, excitan, las avenidas y vertientes del pensamiento humano…?
¿Qué me podrá decir el autor, sobre tiempos históricos como la agonía del Imperio Romano (o la nuestra) en la que convergen una pluralidad de corrientes de pensamiento, en las que unas y otras pugnan por ganar terreno, por captar adeptos, o mínimo simpatizantes. Épocas en las que autores, filósofos, místicos, científicos, desde el exótico crisol de la pluralidad, engendran, destruyen, reforman, corrompen, excitan, las avenidas y vertientes del pensamiento humano…?
Eso
pensaba de momento, mientras leía sobre la historicidad etiquetada en cuatro
momentos, encajonada como si no diera para más, y además, haciendo bombo y
platillo de las disonancias lingüísticas, de la desarmonizaciones de las
lenguas, las incompatibilidades semióticas, la irrealidad de una traducción
virginal, inmaculada del pecado original de la interpretación. Las líneas de un
autor que tímidamente sugiere la relatividad de la perspectiva, enfrentándose
con un sínico que la grita a los cuatro
vientos.
De pronto, quizá entramos en los
terrenos pantanosos del inconsciente colectivo, que de ser así, explicaría por
qué las personas de una época piensan, actúan, se desenvuelven de una
determinada manera.
Una conducta esperada que los hace llegar a conclusiones “acertadas” y teniendo como certeza una especie de código (y discúlpenme por el juego de palabras) no codificado, pero que se asume, para ese preciso momento, como una verdad (social o generalizada, no lo sé; sin embargo sé que es muy probable que hubieran coqueteado con la idea de una Verdad universal) y no dejo de cuestionarme si tanto Foucault, e inclusive Castro Orellana, estuvieran exentos de esa cruenta y virulenta, pero silenciosa, enfermedad del ego, que nos lleva a aseverar con fuerza, con pretendida autoridad y voz de mando, que las líneas que enunciamos son constructos de esa “Verdad” o que son “Verdad”. Y con esa certeza los autores abordan, clasifican, critican, esquematizan, conceptualizan, y defienden argumentos propios, quizá vigentes, quizá fuertes, duros, validados por su contexto y momento histórico. Pontificando doctrinas que se desplazan en el discurso como el máximo saber, el pretendido conocimiento…
Y ante esto, ¿qué me queda? A mí, que no pontifico, a mí que me resulta parca y reduccionista su postura, a mí que me toca vivir una época donde el cambio paradigmático es tan vertiginoso, en un tiempo en el cual estamos tan enajenados que ni siquiera somos consientes de ello. Un joven adulto que no sabe si es parte de la generación X, o la Y, o la Z, o si me quede dormido en el sueño del milenarismo. Que mira cada vez más marcadas y trascendentes las grietas generacionales.
Una conducta esperada que los hace llegar a conclusiones “acertadas” y teniendo como certeza una especie de código (y discúlpenme por el juego de palabras) no codificado, pero que se asume, para ese preciso momento, como una verdad (social o generalizada, no lo sé; sin embargo sé que es muy probable que hubieran coqueteado con la idea de una Verdad universal) y no dejo de cuestionarme si tanto Foucault, e inclusive Castro Orellana, estuvieran exentos de esa cruenta y virulenta, pero silenciosa, enfermedad del ego, que nos lleva a aseverar con fuerza, con pretendida autoridad y voz de mando, que las líneas que enunciamos son constructos de esa “Verdad” o que son “Verdad”. Y con esa certeza los autores abordan, clasifican, critican, esquematizan, conceptualizan, y defienden argumentos propios, quizá vigentes, quizá fuertes, duros, validados por su contexto y momento histórico. Pontificando doctrinas que se desplazan en el discurso como el máximo saber, el pretendido conocimiento…
Y ante esto, ¿qué me queda? A mí, que no pontifico, a mí que me resulta parca y reduccionista su postura, a mí que me toca vivir una época donde el cambio paradigmático es tan vertiginoso, en un tiempo en el cual estamos tan enajenados que ni siquiera somos consientes de ello. Un joven adulto que no sabe si es parte de la generación X, o la Y, o la Z, o si me quede dormido en el sueño del milenarismo. Que mira cada vez más marcadas y trascendentes las grietas generacionales.
¿Qué puedo pensar yo, que sólo
puedo tener certeza de mi ignorancia la cual me condena a una feliz agnosia? De
un autor que defiende a ultranza y con características y valores propios del
modernismo, a un autor al cual el mérito que le aplaudiría, sería el hecho de
que en su momento fue el catalizador para un cambio de paradigma, pero quien
finalmente, no distó mucho de la pedantería megalómana de sentirse dueño de la
Razón, que acompañó a sus antecesores, algunos de sus coetáneos, y en este
caso, a uno de sus adoctrinados.
Si hay un Dios, que me libre de la pedantería de creer que yo soy poseedor de la razón, y que me de la humildad de comprender que lo único que poseo, es una torpe, limitada y viciada, visión.
Es cuanto.'.
En mi Amor por las Mesoaméricas.
Drako-Konztantyno, Heresiarka.
Referencia:
http://eprints.ucm.es/7166/
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